Gabriel Carpintero, La verosimilitud: Popper y la racionalidad en la ciencia
2. La Racionalidad de la Ciencia:
Para comprender por qué alguien tuvo alguna vez más interés en la verosimilitud que en la propia
verdad, es necesario que nos adentremos en el ámbito de la filosofía de la ciencia, concretamente en
lo que se ha venido llamando la disputa sobre la racionalidad de la ciencia (Newton-Smith 1981,
Zamora Bonilla 1996, 24). Hasta mediados del S. XX, ante la pregunta ¿Es la ciencia una actividad
racional?, tanto los propios científicos como las personas ajenas a la ciencia, habrían respondido
inmediatamente “sí, lo es, y posiblemente, la más racional de todas las actividades humanas”. Esta
visión un tanto parcial de la ciencia se apoyaba en los abundantes y fructíferos avances científico-
técnicos que se venían produciendo en áreas como la física o la mecánica. La ciencia – se pensaba
por aquel entonces – gracias a su método racional de descubrimiento, avanza imparable hacia su
objetivo, conocer la realidad. Esta visión de la actividad científica, jocosamente conocida como la
inmaculada concepción de la ciencia, vino producida por la tendencia generalizada de los filósofos de
este periodo, a disertar sobre cómo la ciencia y su método debería ser, en vez de atenerse al estudio
de cómo verdaderamente era la ciencia del momento. Serían Kuhn y Feyerabend los que,
abandonando el carácter predominantemente normativo de la filosofía de la ciencia anterior, pusieron
el acento en el estudio minucioso de los procesos científicos reales, relegando a un segundo plano el
interés por las concepciones filosóficas acerca de lo que la ciencia debería ser. No hace falta
pertenecer a los albores del siglo pasado para reconocer que la ciencia es una actividad con un gran
éxito. Somos muchos los que hoy día seguimos viendo en la ciencia una labor con enormes
perspectivas de progreso. Sin embargo, ya no la concebimos con la inocencia de tiempos pasados, y
sobretodo, ya no vemos la actividad científica como el paradigma de la racionalidad.
Son muchas las formas en que podemos entender la racionalidad de la ciencia. En concreto, la que
aquí nos interesa es el criterio de racionalidad medios-fines (Zamora Bonilla 1996, 25). Una actividad
será racional, según este criterio, cuando el objetivo que se espera alcanzar es compatible con los
medios fijados para ello. La ciencia será una actividad racional si y solo si el método que para ella
establezcamos está en consonancia con la obtención de las metas que atribuyamos a dicha actividad.
Así, por ejemplo, nadie considera racional, ni divertido, jugar a un juego concebido de tal forma que
sea imposible ganar. Un juego en el que la única opción posible, hagan lo que hagan los jugadores,
sea perder, es un juego mal diseñado y sin sentido. Imaginemos ahora que la ciencia fuese una
actividad en la que el objetivo nunca pudiera ser alcanzado a través de los medios dispuestos para
ello, entonces la ciencia sería también una actividad profundamente deprimente e irracional. Frente a
la visión racionalista y optimista de la ciencia de comienzos del siglo XX, comenzaron a surgir a partir
de la década de los 30, posturas de corte irracionalista que desmontaron la vigente “inmaculada
concepción de la ciencia”. La principal razón contra la racionalidad de la ciencia, o como diría
Newton-Smith, lo que hacía parecer a la ciencia en un “negocio deprimente”, es el argumento
popularmente conocido como la inducción pesimista. Este argumento, que a mi juicio es una
exageración del carácter eminentemente falible del conocimiento humano afirma lo siguiente:
Las teorías pasadas han resultado ser falsas, y desde que no hay ninguna buena razón para hacer
una excepción en favor de nuestras más modernas y queridas teorías, debemos concluir que todas
las teorías que han sido o serán propuestas son estrictamente hablando falsas (Newton-Smith 1981,
183).
Cuando Newton-Smith dice que todas las teorías científicas pasadas y futuras son “estrictamente
hablando falsas”, se está refiriendo a una visión lógica de la verdad muy concreta por la cual, una
teoría será verdadera cuando las premisas que la constituyen y las consecuencias que de ellas se
derivan son todas verdaderas. En el momento en que alguno de los enunciados fundacionales de la
teoría o de las deducciones que se extraigan de esos enunciados, sea demostrado falso, la teoría
será considerada falsa en su totalidad.