Resumen: en este ensayo presento seis consideraciones acerca del lugar de la moral en la crisis económica actual, a saber: 1) Esta crisis, ¿se puede reducir a criterios exclusivamente económicos?; 2) La paradoja de que, a pesar de que los recursos naturales son limitados, cada año se tiene que crecer: ¿pero hacia dónde?; 3) ¿Retorno a Marx o introducir unas gotas de moral al viejo capitalismo?; 4)Si el Estado existe porque el hombre es un lobo para el hombre, el “libre” mercado, compuesto de esos lobos, ¿no será un lobo para el hombre, a menos que un Estado lo regule adecuadamente?; 5)La ética, al igual que la economía, o es consecuencialista, o no es; 6) ¿Cabe entender, por tanto, la economía al margen de la moral?
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Sumary: this essay presents six considerations about the place of morality in the current economic crisis, namely: 1) This crisis, Can it be reduced to purely economic criteria? 2) Paradox that, despite the fact that natural resources are limited, every year we have to grow: But where? 3) A return to Marx or an introduction of a few drops of moral to the old capitalism? 4) If State exists because man is a wolf to man, market itself, composed of those wolves, could it be a wolf to man, unless State regulates it properly? 5) Ethics, just like economy, it is consequentialist, or it is not 6) Can we understand by meanwhile, economy outside of morality?
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¿Qué hace un in-dividuo como tú en un lugar como este? Esta es la primera pregunta, cuando no perplejidad, que me asalta. Y no se trata de una traducción rockera y posmoderna de la célebre pregunta metafísica de Leibniz: “¿Por qué el ser y no más bien la nada?”. Sino que, dadas mis numerosas incompetencias, me pregunto qué puede aportar uno a este simposio al que se me ha invitado seguramente por un generoso error de perspectiva, idéntico, reconozco, al error que yo he cometido aceptando. No sin cierta razón se nos ha acusado a los filósofos de incurrir en intrusismo, y uno tiene la impresión de que, una vez más, incurrimos en esa deshonesta práctica cuando se invita a gente como yo a hablar sobre cuestiones económicas, si es que por crisis entendemos las relativas a las cuestiones económicas, acepción cuya apabullante actualidad ha reducido casi cualquier otra acepción de crisis, lo que me parece sintomático y preocupante. Frente a esta deshonesta práctica de intrusismo, los filósofos tendemos a justificarnos aduciendo que no pocas disciplinas, desde la física a la biología, pasando por la psicología y la ética hasta la política son ramas de un mismo tronco común, la filosofía, como si eso nos legitimara tantos siglos más tarde, y después de la moderna “barbarie del especialismo” de las ciencias, en afortunada expresión de Ortega, a seguir teniendo voz y voto para entrar y salir en unas disciplinas a nuestro antojo, como si existiera una continuidad, que diga identidad, más allá del nombre, entre aquellos filósofos y nosotros. Como habrán apreciado los que no carecen de buen oído, he utilizado el plural mayestático referido a esa ociosa vocación, filosofar, para repartir y eludir responsabilidades que tal vez solo me pertenezcan a mí en cuanto he tomado la palabra, cosa, por lo demás, nada inusual en estos tiempos. No obstante, en una acepción bastante más modesta que la del filósofo como creador de un sistema, a estas alturas inverosímil, porque eso que no sin imprecisión y cierta jactancia llamamos realidad es algo más que un sistema de símbolos, todos los seres humanos que llegamos a inteligir somos, en variable medida, filósofos, pues, de acuerdo con Wittgenstein, filosofar consiste en sacar la mosca del frasco o, como prefiero decir de forma un poco más humilde, en intentar sacar la mosca del frasco, ya que resulta bastante sospechoso que alguien haya conseguido sacar definitivamente la mosca del frasco, porque vivir, nunca se recordará lo suficiente, no consiste únicamente en ir resolviendo los innumerables problemas que van apareciendo en el curso de la vida, sino también en saber creártelos (y a veces creértelos), de lo contrario no hay ninguna mosca o, lo que es lo mismo, ningún quehacer. Así quien ha conseguido o, más exactamente, quien cree haber conseguido sacar la mosca del frasco y, lo que todavía es peor, no consigue encontrar otras moscas con las que ejercitarse cazando es como si estuviera muerto en vida. Y ya que de manera un tanto narcisista hablo de filósofos en un contexto de crisis, es conveniente recordar que la experiencia filosófica está íntimamente vinculada a la crisis en cualesquiera de sus múltiples acepciones: no me refiero solamente a que la necesidad de filosofar se encuentra con frecuencia emparentada con una convalecencia, una enfermedad o una crisis existencial, sino por seguir con el último Wittgenstein, hacia el final de sus días éste confesó que filosofaba como una viejecita que continuamente está perdiendo algo y va en su búsqueda: ahora las gafas, después las llaves, luego la cartera… y así siempre la casa desordenada y por ordenar a causa de la palabra precisa en el momento oportuno, la palabra que abriría una sonrisa y tal vez, quién sabe, un “sí, quiero”. Esta concepción del filosofar se remonta, que yo sepa, hasta un conocido pasaje de El Banquete, de Platón, donde Sócrates y Diotima procuran definir al tiempo que mostrar qué es un filósofo. A diferencia de un sabio, según Platón, el filósofo, hijo de Poros y Pernía, la riqueza y la pobreza, sabe que no sabe y, precisamente porque sabe que no sabe, como un amante insatisfecho –válgame el pleonasmo-, va en la búsqueda del saber de modo incesante, porque siente que en todo tiempo le falta algo. ¿No será este repetido sentimiento de falta o unidad que se mitiga no solo en el dichoso encuentro sino también en la búsqueda lo que acaso nos impulsa a superarnos, a perfeccionarnos? Ahora bien, el hecho de que uno carezca de los debidos conocimientos no me incapacita por entero a intentar formular algunas tesis o, si se quiere, balbucear algunas intuiciones que han degenerado en tesis, pues reducir todas las cuestiones económicas a criterios exclusivamente económicos, como hacen algunos banqueros y empresarios, es una simplificación excesiva (¿Cabe entender las elecciones de los consumidores sin tener en cuenta los valores o motivaciones por los que se mueven? ¿Son suficientes los cálculos, por complejos que sean, para analizar las preferencias o será necesario contar con los valores para averiguar por qué se ha decantado por esa opción, a pesar de que el cálculo resulta más desfavorable que en las otras opciones?); decía que reducir la economía a criterios exclusivamente económicos es una simplificación excesiva, cuando no grotesca y errónea, además de muy peligrosa, tal como me parece que se puede deducir de los distintos factores que nos han sumergido en la actual crisis. En vista de que me estoy justificando demasiado, a continuación, si no tengo otro remedio, tendré que someter a vuestra consideración las siguientes cuestiones:
- Algo más que una crisis económica. Recientemente le preguntaron al Premio Nobel de Economía, Amartya Sen, si la crisis era también una crisis moral, a lo que éste respondió: “Toda crisis es una crisis moral”1. (A continuación añadía que se trataba, además, de una crisis de prudencia, de una crisis de control social). Sugerí hace un momento que me parece sintomático y preocupante que en la actualidad solo existe una crisis, la económica, y no porque no crea que pueda ser la más grave y amenazadora y, por lo tanto, la primera que habría que procurar mitigar, sino porque concentrar casi exclusivamente la atención en algo, preferentemente relacionado con el beneficio económico, me parece peligroso incluso para la economía. Aún más, me pregunto si esa concentración, por no decir obnubilación, casi exclusiva hacia cuestiones de economía de mercado no será una de las fuentes de procedencia de esta crisis. En la misma entrevista, Sen declaraba: “Lo que estamos viviendo no es solo una muestra de codicia, porque la codicia está en todas partes, sino la desaparición de otras motivaciones de las que habla Adam Smith: compasión, generosidad, vocación pública, compromiso….”. Gracias a un curioso y extraordinariamente sensible visitante que tuvo Nueva York entre 1929 y 1930 me ha sido dado imaginar y mantener la sospecha que la actual crisis, si bien la vamos a padecer sobre todo económicamente, entre sus fuentes de procedencia no se encuentran únicamente aspectos económicos. Permítanme la osadía de convocar a un poeta en este simposio, pero me parece que supo escuchar acertadamente la atmósfera moral de entonces, atmósfera, reitero, que tantos paralelismos guarda con la actual.
Escuchen si no:
“La aurora
La aurora de Nueva York tiene
cuatro columnas de cieno
y un huracán de negras palomas
que chapotean las aguas podridas.
La aurora de Nueva York gime
por las inmensas escaleras
buscando entre las aristas
nardos de angustia dibujada.
La aurora llega y nadie la recibe en su boca
porque allí no hay mañana ni esperanza posible:
A veces las monedas en enjambres furiosos
taladran y devoran abandonados niños.
Los primeros que salen comprenden con sus huesos
que no habrá paraísos ni amores deshojados;
saben que van al cieno de números y leyes,
a los juegos sin arte, a sudores sin fruto.
La luz es sepultada por cadenas y ruidos
en impúdico reto de ciencia sin raíces.
Por los barrios hay gentes que vacilan insomnes
como recién salidas de un naufragio de sangre”.
2. La paradoja de que, a pesar de que los recursos naturales son limitados, cada nuevo año, especialmente los grandes bancos y empresas, crecen y, lo que todavía es peor, tienen que crecer: ¿pero hacia dónde? Un escritor declaró que quien no se sube al tren de la técnica –tecno-ciencia diríamos actualmente con mayor precisión- corre el riesgo de llegar tarde, pero quien se sube no sabe adónde va. Lo mismo ha sucedido con respecto a determinadas cuestiones económicas; esperemos que, en vistas del desastre, pongan las debidas medidas. En materia económica, en efecto, se parten de algunos presupuestos erróneos, como que año tras año se puede –y no solo se puede sino que se debe- ir creciendo y, al cabo, tengo la impresión, tales presupuestos resultan contraproducentes, además de incompatibles con un crecimiento sostenible. Como ocurre respecto al crecimiento desmesurado de la tecno-ciencia, convendría delimitar algunos de los fines hacia los cuales queremos encaminarnos, de lo contrario corremos el riesgo de andar por andar, sin saber adónde. Desde que descubrí este sensato pecio de Rafael Sánchez Ferlosio, siempre que evoco al fantasma de la libertad y el progreso, lo tengo presente:
“(Progreso y libertad) El que no puede parar está tan quieto como el que no puede andar y el que no puede andar no está más quieto que el que no puede parar; sólo el quieto que puede andar está realmente parado y sólo el que anda pudiendo parar está realmente andando”2.
3. ¿Retorno a Marx o introducir unas gotas de moral al viejo capitalismo?
Parece ser que durante la feria de Francfort El Capital, la obra magna de Marx, ha visto aumentada sus ventas en un 300% (habría que saber con respecto a cuándo y, sobre todo, cuánto, porque de lo contrario tan alto porcentaje solo nos dice que antes apenas se vendía y ahora se vende bien); y con esto de la crisis The Times situaba a don Carlos en el ranking de “los diez Houdinis de la contracción crediticia que han conseguido escapar de la crisis financiera”. Por estos y otros motivos, o tal vez anécdotas -quién sabe distinguirlas actualmente en medio de tan abrumadora e indigestible sobra-desinformación-, algunos han hablado de un “retorno de Marx”. Yo tengo la sensación de que el fantasma de Marx nunca se ha ido del todo, especialmente el Marx crítico del capitalismo que sostenía que este sistema económico-político (antes que político-económico) “convierte todo en mercancía”; y al decir todo no exageraba ni una pizca, era milimétricamente exacto, pues no descubrimos nada nuevo si recuerdo que todo lo que existe, casi sin ninguna excepción, existe por obra y gracia del mercado, que no hay nada, prácticamente nada, que exista al margen del absolutismo del mercado, ni siquiera los alienados y cosificados individuos que han visto de manera infrahumana reducidas sus vidas al valor de cambio de éste: tanto ganas, tanto vales. Ya apenas nos preguntamos y, menos aún, nos admiramos ante la posible felicidad de un individuo fiel a sí mismo, sino que la tendencia, que no sé si calificar de totalitaria en el sentido de que reduce la multiplicidad de la vida a un solo aspecto, el dinero, nos lleva más bien a sorprendernos por el coche que conduce fulano o la ropa o la casa en la que habita mengana. La pregunta socrática: ¿Cómo hemos de vivir?, la exhortación de acuerdo con la cual “una vida sin examen no tiene objeto vivirla para el hombre” ha cedido su lugar a las preguntas: ¿Cuánto ganas? ¿Qué puedes comprar? ¿Qué cosas consumes habitualmente? En otros términos, cuando hablamos de crisis, al menos en su acepción económica, nos referimos, por un lado, al aumento de la tasa de paro y al consiguiente descenso de la producción y el consumo de mercancías, en suma, a la recesión económica y, por otro lado, a crisis en un sentido que supo captar acertadamente hace ya casi medio siglo Thomas S. Kuhn en el contexto de las transformaciones científicas, -y que el profesor Antonio Diéguez podría ilustrar mucho más claramente que uno-, pero que si recordamos adecuadamente había acontecido ya en el terreno económico, es decir, a crisis como etapa y fenómeno que antecede a un presumible cambio de modelo o paradigma3. No obstante, a pesar de que el tiempo ha parecido concederle la razón a la crítica de Marx al capitalismo, no creo que se vaya a producir un “retorno de Marx” –entre tanto, ya digo, porque el fantasma de Marx nunca se fue del todo-, pues esta crisis no significa el fin del modelo capitalista, sino la necesidad de corregir los excesos y las irresponsabilidades del capitalismo salvaje de masas.
4. Si el Estado existe porque el hombre es un lobo para el hombre, el “libre” mercado, compuesto de las deliberaciones, las decisiones y las acciones de esos lobos, ¿no será un lobo para el hombre, a menos que un Estado lo regule adecuadamente? Por eso uno desconfía del mercado “libre”: por un lado, porque parece que “no hay “mano invisible” que haga converger el interés general con el egoísmo individual”4 y, por otro, porque como decía un sádico personaje de Pasolini: “la libertad absoluta, eso es el fascismo”. Ya Keynes, a quien parece que se está retornando5, calificó de “vital”6 la intervención del Estado para regular las iniciativas privadas. Y, más recientemente, Amartya Sen declaró que una de las lecciones que debemos aprender de la situación que estamos viviendo es que “necesitamos una buena alianza entre el Estado y el mercado. No podemos depender exclusivamente de la economía de mercado; el Estado también tiene un papel que desempeñar. El origen de esta crisis está en el desmantelamiento de la regulación en EE UU bajo la presidencia de Bush y, hasta cierto punto, de las presidencias de Clinton y de Reagan. Durante esos años se eliminaron mecanismos de control que hubieran limitado la creación de activos tóxicos como los que han arruinado el sistema bancario”. Lo cual no significa, evidentemente, que debamos prescindir del mercado, porque como añadía Sen, “el mercado puede ser un instrumento dinámico de progreso económico, eso hay que reconocerlo. No hay razón para prescindir de él, pero hay que regular su funcionamiento”7. Y del mismo modo que no basta con gobernar, sino que se debe gobernar legítimamente –es decir, al amparo de lo que consideramos moralmente correcto-, tampoco basta con practicar la economía de mercado, cosa por lo demás indispensable, sino que se debe practicar bajo unas reglas de juego y de forma legítima, porque las consecuencias luego las pagamos todos y especialmente los más desfavorecidos, cuando los principales responsables son otros. No solo la economía y la política, si aspiran a ser legítimas, tienen que vérselas con la moral, sino que quizás no haya ámbito humano que pueda prescindir por completo de ella.
5. La ética, al igual que la economía, o es consecuencialista, o no es. A pesar de que autores de la envergadura de Rawls, Nozick o Dworkin han mostrado oposición al razonamiento consecuencialista, posiblemente por razones análogas a las que fueron críticos del utilitarismo, estoy de acuerdo con Amartya Sen en que “si bien una teoría moral basada en los derechos no puede coexistir con “el bienestar basado en la utilidad” o con “la ordenación mediante la suma”, sí puede hacerlo el consecuencialismo”8, entendiéndolo en el sentido más amplio del término, sentido que ha de incluir valoraciones morales al tiempo que causas y efectos instrumentales probables. En realidad, ¿cómo se puede prescindir del consecuencialismo que, en cierto modo, condensa el principio de responsabilidad enunciado por Hans Jonas (salvo que, en rigor, dicho principio de responsabilidad es una aspiración, un ideal regulativo más que algo que podamos cumplir en sentido estricto, porque presupone un conocimiento sobrehumano: saber con absoluta precisión las consecuencias de cada una de nuestras acciones)? Como certeramente señala Amartya Sen, “ignorar las consecuencias es dejar una historia ética a medio contar”9, porque no podemos renunciar al hecho indiscutible de que las acciones poseen consecuencias. Amartya Sen reconoce que “para muchas decisiones morales –y económicas, claro está-, el análisis consecuencial puede considerarse necesario, pero no suficiente”, aunque, a mi juicio, no por el argumento que expone Samuel Sheffer, sino más bien porque nuestro conocimiento es finito y rara vez podemos saber y menos aún predecir con certeza las posibles consecuencias que se desprenden de cada una de nuestras acciones. Por otra parte, tengo para mí que la distinción weberiana entre ética de la convicción y ética de las consecuencias sirve para ilustrar dos actitudes, dos posturas si se quiere, pero en rigor no tienen por qué estar separadas, quiero decir, en otros términos, que alguien puede guiarse por la ética de las consecuencias bajo una convicción personal y, al revés, alguien puede aferrarse por convicción a un estilo de vida creyendo o presuponiendo que es el más consecuente, lo sea luego o no. Incluso la ética de Kant, a menudo (des)calificada como ética formalista –si bien, como observó Javier Muguerza, es formal, pero no formalista- es extremadamente consecuente, en el sentido más amplio del término, repito, que es el que quisiera que se retuviera aquí: ¿existe algo más consecuente que comportarse de tal manera que nuestra máxima pudiera erigirse –como se ha erigido en algunos contados casos excepcionales (estoy pensando en Sócrates y Jesucristo, pues independientemente de que sean o no ficciones literarias -aquí, como en otras ocasiones, podríamos decir que si no existieron, merecerían haber existido-; Thoreau, Ghandi, Luther King o Rosa Parks…), en norma universal o, como prefiere decir uno de manera más cauta, universalizable? ¿Existe algo más consecuente que tratar a nuestros semejantes, sean o no semejantes, como fines en sí mismos y nunca meramente como medios? Tal formulación del imperativo categórico, o tal imperativo categórico, como es sabido, es uno de los pilares teóricos de los derechos humanos. Lo que Kant nos está proponiendo con tales imperativos, que uno tampoco tiene por qué aceptar, a menos que reconozca su autoridad, no es simplemente eso que se suele decir en casos de atropellos: “¿por qué no te pones en mi lugar?” sino algo que va más allá: “ponte en el lugar de cada uno de los individuos del mundo, y pregúntate cómo sería el mundo si todos los individuos actuáramos así”. En sentido estricto, imaginar qué haría cada uno de los individuos tal vez sea inconcebible para la imaginación humana, pero lo relevante en Kant, una vez más, es el espíritu de lo que quiere decir. Espíritu, por otro lado, que converge, a pesar de las aparentes divergencias entre ambos, con la ingeniosa e inquietante idea del eterno retorno de Nietzsche, que implica una responsabilidad infinita (Kundera), salvo que en Kant posee unas consecuencias públicas que quizás no se encuentran en Nietzsche, por lo que a mi entender resulta preferible su propuesta para afrontar estas cuestiones. Aún más, la ética, además de implicar una buena conducta o, si se prefiere, en términos menos teológicos, en términos deontológicos, además de implicar una conducta correcta, la ética, decía, es muy útil, porque inspira una imagen poderosamente persuasiva –se podría decir que grandes multinacionales, a tenor de sus anuncios publicitarios, no ignoran este poder-, inspirando confianza, respeto e incluso admiración. Por ello pienso que la ética es pragmática antes del pragmatismo de Emerson, Dewey, Peirce o William James, ¿o será buena porque es pragmática?
6. ¿Cabe entender, por tanto, la economía al margen de la moral?
Pese a que no ignoro que si se usan con rigor, ética y moral poseen diferentes acepciones, ya que pertenecen a diferentes tradiciones cuyos más ilustres representantes son Aristóteles y Kant, como habitualmente se usan como sinónimos en distintos contextos, voy a usar aquí ambos términos de manera indistinta. Por cualquiera de ellos voy a entender lo que John Rawls y, posteriormente, Ernst Tugendhat han sostenido: “una moral es un sistema de exigencias recíprocas”10. Dicho de otro modo, en una comunidad, en cuanto individuos, en cuanto seres humanos, tenemos unas exigencias compartidas y, en la medida que uno de los miembros de la comunidad no cumpla la parte que le corresponde, suscitará entre los demás miembros de esa comunidad sentimientos de indignación, culpa, rechazo o castigo. Retomando la pregunta, “¿cabe entender la economía al margen de la moral?” Desde una perspectiva fáctica, sí. De hecho, si nos hemos sumergido en la profunda crisis que nos hemos sumergido, ¿no será, entre tanto, por la disociación entre economía y moral? Hace algo más de dos décadas, durante las Conferencias Royer, organizadas por los Departamentos de Economía y Filosofía de la Universidad de California (Berkeley), Amartya Sen mantuvo que “la naturaleza de la economía moderna se ha visto empobrecida sustancialmente por el distanciamiento que existe entre la economía y la ética”11. Tengo para mí que en la actual crisis, cuyas fuentes de procedencia no solo son económicas, insisto, la escisión entre economía y ética se ha hecho más que palpable y sus consecuencias principalmente la están padeciendo ahora, para no perder esa vieja costumbre, los más desfavorecidos. A propósito de ello, John Kennet Galbraith, una década antes de que nos avergonzáramos –quien todavía logre avergonzarse, porque este sentimiento moral, que Marx calificó de “revolucionario”, parece estar en vías de extinción- al saber cuánto cobraba el director que llevó a la ruina a bancos tan prestigiosos como Lehmans Brother, declaró en un artículo premonitorio de lo que se avecinaba que a quien hay que castigar es a los banqueros, no a los trabajadores: “Nuestros remedios presentes rescatan a los banqueros e industriales que fueron los más propensos a la insania que causó todo, y prescriben restricciones a la ayuda de quienes más padecen el desastre”12. Si bien durante buena parte de la modernidad la relación se ha ido degradando y distanciando, entre ética y economía existen más aires de familia de lo que en principio cabe imaginar: en primer lugar, porque ambas surgen, si no me equivoco, de la finitud humana; en segundo lugar, porque una de las dos tradiciones que está en el origen de la economía, la tradición “ética”, en constradistinción a la tradición “técnica”, por usar los términos que Sen emplea, se remonta a la Etica Nicomaquea de Aristóteles13; en tercer lugar, porque ambas procuran racionalizar sus acciones y extraer los mayores beneficios, tanto privados como públicos, añadiría uno, aunque durante la modernidad la economía de mercado se ha inclinado más en el estudio y explotación de lo primero en detrimento de lo segundo; y, en cuarto lugar, porque ambas, ética y economía, están al servicio de la vida humana, o eso se supone, porque con frecuencia se olvida que la economía no es un fin en sí mismo sino un medio para desarrollar una vida buena o, si se quiere, una vida lograda, por usar un sinónimo del erosionado término que usara Maslow. Existen, asimismo, dos métodos predominantes a la hora de definir la racionalidad del comportamiento en la teoría económica más extendida, a saber: “uno es considerar la racionalidad como la consistencia interna en la elección, y el otro -en traducidas palabras de Amartya Sen- es identificar la racionalidad como la maximización del propio interés”14. Si nos fijamos bien, ambos métodos poseen un inconfundible aire de familia filosófico: por un lado, porque los dos parten del presupuesto de la acción racional del ser humano y, por otro lado, porque mientras la definición del primer método evoca el nombre de algunas teorías de la verdad (verdad como coherencia), en la definición del segundo resuena una de las máximas por las que se erige la acción ética -y económica y política- utilitarista, si bien sospecho que el utilitarismo, antes de convertirse, de la mano de Bentham, Mill y compañía, en una extendida corriente filosófica, moral, política y económica, ha sido y es una forma tradicional de razonar que se encuentra, sin ir más lejos, en el epicureismo, salvo que los modos de valorar de ambas corrientes, naturalmente, difieren: ¿o es que acaso cuando razonamos no sopesamos a menudo las ventajas y los inconvenientes de una elección? Claro que, en contra de lo que reclamaba Descartes, parece que no somos muy diestros en el difícil arte de distinguir, y seguimos identificando las acciones económicas con lo racional: todo es racional (Hegel). Sin embargo, si no me equivoco, cosa que nunca descarto, con el debido respeto a Bertrand Russell, “razón” no “tiene un significado perfectamente claro y preciso”, porque “la elección de los medios adecuados para lograr un fin que se desea”15 no clausura la resbaladiza y espinosa polisemia del término “razón”, ni mucho menos agota todos los sentidos de la razón (por lo pronto, huele no poco a la estrecha razón instrumental y tecno-crática, tan criticada por casi todas las grandes corrientes filosóficas del siglo XX, desde la Escuela de Frankfurt a la hermenéutica, pasando por los (mal)denominados de forma periodística estructuralismo y post-estructuralismo). Si no fuera por la poderosa crítica de Freud a la sin razón de la razón, en lugar de la razón, debería hablarse de “las razones” o, como diría un maestro mío, “la pluralidad de la razón”. Pero no se trata solo de elegir los medios más adecuados, también existen unos fines más razonables. Puesto que lo racional, a pesar del parecido fonético, no siempre es razonable: podría decirse, rememorando a Hegel, que todos los seres humanos pensamos y actuamos racionalmente (si bien no todas las racionalidades concuerdan y, en no pocas ocasiones, hasta resultan inconmensurables), pero qué pocos estamos habituados a hacerlo razonablemente. Es esta razonabilidad –si se me permite el engendro- lo que echo de menos en la economía y lo que, a mi juicio, habría que incluir en las acciones y decisiones económicas para que la economía de mercado no solo fuera racional sino también razonable, lo que no es menos relevante. Porque como argumentó Amartya Sen, “el empobrecimiento de la economía relacionado con su distanciamiento de la ética influye tanto en la economía del bienestar (limitando su alcance e importancia) como en la economía predictiva (debilitando sus supuestos de comportamiento)”16. En definitiva, “la economía del bienestar se puede enriquecer sustancialmente prestando más atención a la ética, y el estudio de la ética también puede beneficiarse de un contacto más íntimo con la economía”17. ¿Pero es que acaso el fin o, cuando menos, uno de los fines de la ética como de la economía o de la misma política no es producir las condiciones de vida necesarias para que los individuos desarrollen con la mayor igualdad y libertad posible sus planes de vida? Podemos convenir que, aunque diferentes y plurales, los fines de los seres humanos son desarrollar sus planes de vida, llevar a cabo sus proyectos vitales. Pues bien, teniendo en cuenta esto, las políticas, las economías y la tecno-ciencia, entre otras ramas del conocimiento, debieran subordinarse a la paulatina y progresiva consecución de esas condiciones de vida, y no al revés, como a menudo sucede. Volviendo por última vez a la pregunta con la que se abría este último epígrafe: ¿Cabe entender la economía al margen de la moral? Como poder, claro que puede, de hecho, repito, la situación económica actual es un manifiesto exponente de ello; sin embargo, si queremos que no vuelva a repetirse o, por lo menos, no llegue a causar los estragos que está causando, debemos aprender bien esta lección: la economía no puede andar mucho tiempo sola, al margen de la moral.
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1. Entrevista a Amartya Sen, El País, 10/2/2009.
Sebastián Gámez Millán es licenciado en filosofía y profesor de filosofía de enseñanza secundaria.
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Dirección electrónica:
sebagamez@hotmail.com
Proceso de selección del trabajo:
Solicitado: 9 de febrero
Enviado: 23 de abril
Aceptado: 23 de abril
c. Claridades.
Revista de filosofía
ISSN: 1989-3787