Resumen: en este trabajo, tutorizado por el Dr. Juan José Padial Benticuaga, Gloria Luque Moya afronta la crisis desde la experiencia estética y su capacidad para reorientar el nudo de relaciones entre hombre y mundo.
    Claridades. Revista de Filosofía 
        Sumary:  in this work,  tutored by Ph.D. Juan José Padial Benticuaga, Gloria Luque Moya faces the crisis  from the aesthetic experience and its capacity to reorient the knot of the  relations between man and world.
    Experiencia – crisis – vida - poíesis
    Experience, crisis, life, poiesis.
I. DESHACIENDO EL  CAMINO, CONSTRUYENDO TRAZOS
La caída de los  valores que construían el mundo heredado de la modernidad se ha ido  pronunciando en los últimos años, hasta llegar a un desarraigo que deja vacío  todo aquello que organizaba nuestras vidas. Este derrumbe, que no es novedoso,  se viene advirtiendo desde hace ya tiempo, y ha tomado voz con los posmodernos  que nos hablan del ocaso de la modernidad, el fin de los metarrelatos, la  decadencia de la idea de progreso o la caída de los fundamentos de verdad1. Sin embargo, el problema que reina en nuestros días  es que, pese a esa pérdida de referente, el sistema sigue funcionando por  inercia, lo cual sólo puede llevar a la crisis convulsa en la que nos vemos inmersos. 
      La paradoja de esta sociedad del bienestar viene  marcada por la crisis de la razón que ha dejado sin sentido ni contenido sus  valores, pero que, embaucada por los logros políticos, científicos y  tecnológicos, se niega a abandonarla. Antes de cambiar nuestra forma de  percepción, la sociedad prefiere continuar con modelos desmontados que nos  conducen al nihilismo que Nietzsche preconiza y que penetra a cada instante  mediante la indiferencia y apatía generalizada; huida de afrontar la verdad  como metáfora. La indiferencia no es más que un rasgo que marca esa negación  del simulacro, de esas ilusiones que se han olvidado que lo son2. 
      La ilusión nos ha cegado y no nos deja ver más allá  de la luz que ella desprende. La trampa de ésta es su ocultación bajo  viejos conceptos como el de libertad, pero ¿a  caso esto no es más que una estratagema para seguir inmersos en esa ilusión que  nos ha aprisionado? Marcusse ya hablaba de como la libertad se podía convertir  en un poderoso instrumento de dominación3.  Afirmación valiente que se manifiesta en nuestra sociedad y marca la caída en  lo que algunos han denominado hiperrealidad4.  Se trata de una caída porque el hombre se ve instigado a satisfacer esas  necesidades que la misma ilusión ha moldeado. De manera que lo relevante y  prioritario será resolver las necesidades prescritas.  Ante esto nos vemos llamados a realizar el  arte del disimulo y de la apariencia. Ya no es importante la verdad, sino el  aparentar ser verdadero, con eso nos basta. La discreción se ha convertido en  una forma moderna de dignidad, de solemnidad individual frente al otro que  invade lo cotidiano. 
      La universalización de valores que se creían  fundamentales y su normalización en derechos, en pautas de comportamiento, se  vio desmitificado cuando Nietzsche desveló la realidad del consenso y la  metáfora. Esta nueva forma de percibir nos condujo a un nuevo paraje que  habitar. Paraje al que nos resistimos por miedo a perder la luz que nos guía,  preferimos mantener el edificio en ruinas mediante la ilusión. Sin embargo, no  tiene sentido hablar de derechos, razón o verdad tal y como se venía  entendiendo, y ello no implica vergüenza o sonrojez. Se ha llevado a cabo la  destrucción del desmesurado edificio que alzó la modernidad, y esto nos ha  dejado sin un lugar donde vivir. Nuestro tiempo no puede volver la vista al  pasado, sino mirar al presente y pasar a una reconstrucción, entendida, tal y  como apunta Chantal Maillard, como actividad poiética, creadora, hacedora de  realidad5. 
 II. DE LA INDIFERENCIA A LA EXPERIENCIA ESTÉTICA
      El ocaso de  nuestro tiempo requiere un giro que abandone las dicotomías del pasado, esa  falla dolorosa que nos ha arrojado a la pérdida de realidad. Para ello, hemos  de emprender un viaje a la realidad, al proceso de estar-siendo en su perpetuo  constituirse. Y será un viaje porque sólo cuando nos desplazamos a un lugar  donde nuestras categorías ya no funcionan, la aflicción del extrañamiento nos  impide ir más allá de aquello que no sea percepción. Durante la experiencia, el  viajero descubre que el mundo es siempre a posteriori, testimonio del que  formamos parte. El mundo esta en construcción, de ahí la importancia de  partir  de aquello que une lo hasta ahora  desvinculado, la experiencia.   
      En este sentido,  uno de los autores que ha tratado de manera más elocuente y viva el tema de la  experiencia es John Dewey, norteamericano que murió en los años 50, pero que  supo anticipar aspectos que hoy pueden ser retomados para una nueva  reconstrucción desde nuestro tiempo. Si bien, desde esta noción discurre todo  su pensamiento, aquí nada más que trataré la experiencia estética en su obra El  arte como experiencia6,  como modelo de aproximación para una vuelta a la realidad y la vida7. Experiencia estética  entendida en última instancia como una percepción, no en el sentido de  receptividad pasiva, sino como creación activa que incluye relaciones  comparables a las que sintió el artista en su proceso creativo.
      Él aborda el tema  desde la crítica a una vida que se había segmentado e institucionalizado en  estancos ordenados. Ante la experiencia mecanizada económica y jurídicamente,  él propone una experiencia como resultado de la interacción del organismo y el  ambiente. Noción que supera todas las oposiciones de mente y cuerpo, de materia  y alma, y que tenían su origen, fundamentalmente, en el temor de lo que la vida  nos puede deparar8. El hombre vive en un mundo de sospecha, de misteriosa  incertidumbre, donde el razonamiento puede fallar. Por ello la auténtica  filosofía tiene que aceptar la vida y la experiencia con toda su incertidumbre,  desde la duda y el conocimiento a medias; siendo necesario la reversión de esa  experiencia sobre sí misma para ahondar e intensificar sus propias cualidades. 
      Ahora bien, ¿cómo  se tiene una experiencia? Dewey resuelve esta cuestión nuclear en el capítulo  tercero, aunque podemos encontrar ápices a lo largo de su bibliografía previa.  Durante la vida continuamente están ocurriendo interacciones entre criatura  viviente y  circunstancias que lo rodean.  Estas interacciones, que en el lenguaje cotidiano solemos llamar experiencias,  se caracterizan por la distracción y dispersión constitutivas de nuestras vidas  que suelen generar contradicciones. A menudo lo que observamos y lo que  pensamos, lo que deseamos y lo que tomamos, no siempre coinciden9. Y es debido a esta  dispersión por lo que la acción se ve interrumpida o no completada. En  contraste con tal tipo de experiencia, tenemos “una experiencia” cuando el  material experimentado sigue su curso hasta su cumplimiento. Entonces y sólo  entonces, dirá Dewey, se distingue ésta de otras experiencias.
      La experiencia, en  este sentido vital o integral, se define por aquellas situaciones y episodios  que espontáneamente llamamos experiencias reales; aquellas cosas de las que  decimos al recordarla esa fue una experiencia10. En ella, a causa de su continua confluencia no hay  huecos, uniones artificiosas,  ni puntos  muertos, pero sí pausas o lugares de descanso, que definen esas cualidades  dinámicas y evitan su dispersión banal. La unidad de la experiencia le da su  nombre. De ahí que sean experiencias integrales las investigaciones absorbentes  o las especulaciones que un hombre de ciencia o un filósofo experimentan. Una  experiencia de pensamiento tiene su propia cualidad estética, aunque difiera en  su materia de las reconocidas experiencias estéticas. 
      Desde este enfoque  holístico, Dewey establece como toda experiencia para ser tal tiene que tener  unidad, propia y exclusiva de la experiencia estética. En la experiencia  incorporamos lo hasta ahora madurado, reconstruimos y esto implica  padecimiento. Durante la vida la experiencia nos lleva a una reconstrucción  constante que puede resultar placentera o dolorosa. El problema que señala  Dewey y que sería un anticipo de lo que ocurre en nuestros días es la  dispersión y mezcla que acompañaba a la noción de experiencia de su tiempo. El  exceso de receptividad impide la maduración de la experiencia y lo que se  aprecia entonces es el mero padecer de esto o aquello, sin importar la  percepción de algún significado11. 
      Por ello, el  concepto de lo estético no es una intrusión ajena a la experiencia, sino el  desarrollo intenso y clarificado de los rasgos que pertenecen a toda  experiencia completa y normal12. Sin embargo, la fase estética de la experiencia no hay  que concebirla como pasiva. Alejado de esa tradicional recepción sumisa y  desfalleciente, Dewey propone como el que contempla debe crear su propia  experiencia y esta creación debe incluir relaciones comparables a las que  sintió el creador.  La experiencia deja  de ser recepción pasiva para ser acción creativa; su organización dinámica  implica crecimiento hacia aquello que genera y que forma parte de la vida. Es  significativa por sí misma13. 
      No toda  experiencia ordinaria es así, sino que a menudo está impregnada por la apatía y  el estereotipo. Lo que recibimos no es ni el impacto de la cualidad a través de  los sentidos, ni el significado de las cosas a través del pensamiento. Por  ello, el mundo, en gran medida, se convierte en una distracción o una carga.  Con palabras de Dewey: no vivimos suficientemente para sentir el golpe de los  sentidos, ni siquiera para que nos mueva el pensamiento. Nos oprimen nuestras  circunstancias o somos insensibles a ellas. No  obstante, el arte es la prueba viviente de que el hombre es capaz de restaurar  conscientemente ese plano de significación que una y atestigüe la continuidad  natural14. 
      La unidad de la  experiencia incluye las cosas y los acontecimientos del mundo,  transformados por la criatura viviente que  interacciona con ese mundo.  Ésta no sólo  es percepción, sino que lo dado aquí y ahora se amplia con significados  extraídos de lo ausente mediante la imaginación, puerta donde los significados  pueden encontrar su curso15. De ahí la necesidad de la formación del individuo para  poder vivir una experiencia integral. Lo estéticamente esencial es  precisamente la formación de una experiencia como experiencia, haciendo más  inteligibles las escenas embrolladas de la vida. Esta inteligibilidad, no  consistirá en reducir a una forma conceptual,  sino en presentar sus significados como materia de una experiencia clarificada,  coherente e intensa. 
      De este modo, la experiencia estética es siempre más que  estética. En ella un cuerpo de materias y significados no estéticos por sí  mismos, se hacen estéticos cuando toman un movimiento ordenado y rítmico hacia  su consumación. La experiencia estética es una manifestación, un registro y una  celebración de la vida de una civilización, un medio de promover su desarrollo  y también el juicio último sobre la cualidad de una civilización16. Y esto se debe a que cualquier cultura, por muy distinta y distante que se  presente, puede tener y tiene una experiencia estética. Lo valioso de esta  nueva noción es que no restringe a ningún ser humano, porque la experiencia  estética se realiza desde la vida, no desde un campo teórico que implique  especialización propia de unos pocos.
      Se trata de una  experiencia en su integridad por eso Dewey une esto al  pensamiento filosófico. Sólo la experiencia  estética es libre de toda fuerza que impida y confunda su desarrollo, libre de  todo aquel factor que la subordine. Por ello el filósofo debe ir a la  experiencia estética para entender lo que es la experiencia17. Lo que nos propone es una nueva filosofía de lo estético  que parte desde una renovada concepción de la experiencia, y que nos devuelve  al ámbito de la vida. 
III. RETORNAR A LA VIDA DESDE LA EXPERIENCIA ESTÉTICA
      Dewey respondió a  la crisis cultural que le planteaba dualismos interminables, pero desde nuestro  presente, y tras el recorrido por las páginas de El arte como experiencia, podríamos preguntarnos cómo se puede conjugar la experiencia estética que Dewey  proponía en nuestro ámbito de vida. Para responder a ello, tendremos presente  la metáfora del viaje, que nos servirá de hilo de Ariadna para comprender las  siguientes páginas. 
      Cuando viajamos a  una ciudad nueva solemos renunciar a alcanzar el conocimiento completo de ese  nuevo lugar. Los lugares no son estáticos, por ello el intento de tener una  imagen eterna de un lugar resulta una falacia. Igualmente, sería absurdo  preguntarse por el hombre en un sentido absoluto, porque nos estamos haciendo a  cada instante; formamos parte del devenir del presente. Nuestros sistemas  filosóficos, en cambio, desde un inicio se preocuparon de situarnos en un lugar  eterno e inmutable. En cierto modo, esto se siguió manteniendo hasta que  autores como Hegel, desde la impronta historicista, y Darwin, desde la  biologicista, nos bajaron de ese pedernal. Sin embargo, aunque hemos descendido  de ese estatuto ontológico la disyunción hombre-mundo parece seguir  patente.  Desde las corrientes  contemporáneas se han realizado grandes esfuerzos por  atisbar el carácter psicológico, social,  ético, cultural, artístico, biológico o lingüístico del hombre. Mas, todo se ha  mantenido en eso, un simple carácter del hombre.  
      La crisis cultural  de nuestro tiempo radica en la escisión del hombre respecto al entorno,  distanciamiento que nos ha conducido a un alejamiento insalvable, instalándonos  en el estatismo impropio de un ser dinámico y creador por naturaleza. De todos  es bien sabido que el hombre es un creador de mundos, sin embargo, parece que  esta crisis nos esta obcecando la cualidad más integra que nos conforma. En  este sentido, la valía de la experiencia estética se  cifra en su capacidad para reorientar el nudo  de relaciones entre hombre y mundo,  la  capacidad creativa de experienciar el mundo.   Experiencia que no esta basada en el placer o displacer, sino que ella  encierra una complejidad que nos ilustra las angustiadas palabras de Lord  Chandos cuando explica en una carta a Francis Bacon lo que le estaba  ocurriendo:
      “todo lo existente  se me presentaba, en aquellos días, como a través de una continuada borrachera,  con una gran unidad: el mundo espiritual y el corporal parecían firmar un  cuadro sin oposiciones, igual que el ser cortesano y el ser animal, o el arte y  lo prosaico, la soledad y la sociedad; en todo sentía yo la Naturaleza, en las  aberraciones de la locura tanto como en el extremado refinamiento de un  ceremonial español; en la rusticidad de un joven campesino no menos que en la  más exquisita alegoría, y en toda la naturaleza me  sentía a mí mismo”18. 
      La llegada a una  nueva ciudad debe ser calmada y selectiva, ya que el ansia de conocer impide el  auténtico acceso a ésta. El exceso de receptividad del que hablaba Dewey se ve  en el turista obseso por conocer una ciudad de la que nunca llega a tener una  “experiencia”. La falta de criterio le impide decidir a donde realmente quiere  ir, completar esa visita. Paradoja manifiesta en nuestros días donde la  globalización de la información y los medios de comunicación se contrarresta  con una falta de criterio selectivo. La era de la información es también la era  de la mayor apatía al conocimiento.  La  edad posmoderna19. se ha obsesionado por la expresión y la información, y  sin embargo esto sólo se ha devaluado en una ola de deserción y desmotivación  generalizada. 
      El porqué de este  desierto me atrevo a descubrirlo en la profesionalización desproporcionada.  Cada disciplina del hombre se ha lanzado al  gran proyecto de salvar su autonomía e integridad en un mundo que se ha  descubierto fugaz y cambiante. Todos han querido mantener su disciplina alejada  de la futilidad de la vida, olvidando que no es más que un aspecto de ella.  Así, si bien es cierto que la información esta a disposición de todos, también  lo es que su acceso es limitado. Incluso en los avatares más cotidianos hemos  dispuesto nuestra carga conceptual escindiéndolos de realidad. 
      Esta brecha  abierta distingue entre el hombre viviente y el hombre de necesidades. La vida  ya no se produce en un entorno, sino en un marco de posibilidades basadas en la  manera de resolver las necesidades preestablecidas. Todo lo podemos realizar  dentro de ese abanico, todo excepto crear. Dentro del marco no hay lugar para  la experiencia estética porque esta se produce en el ambiente del hombre  viviente. Tras la seguridad del marco que nos protege se sitúa el peligro, los  riesgos, el miedo; lugar donde el hombre viviente se expone y se lanza a  satisfacer “sus necesidades”. En el ambiente el hombre crea y satisface su  propia demanda, nacida de esa ausencia temporal del ajuste adecuado con su  entorno. La vida es creativa, creación que esta en continuo crecimiento y que  conlleva enriquecimiento del estado pasado. 
      La metáfora del  viaje da juego a otras muchas paradojas que recogen nuestra situación actual,  mas, me centro aquí en el aspecto más difícil, el retorno. Un viaje lo es  porque siempre hay un regreso. La fascinación que nos acompaña en el viaje se  desgaja de nosotros al llegar a casa. Cuando regresamos el único peligro que  parece acecharnos es el aburrimiento de lo cotidiano, y sin embargo, lo que  aquí propongo es que se reconozca la vida como el viaje más intenso y  arriesgado que vayamos a emprender. Desde la experiencia estética, tal y como  la proponía Dewey, uno puede vivir experiencias integras, tal y como la que  vive un artista cuando elabora una pintura o un viajero cuando recorre las  calles de la ciudad a la que ha llegado.  
      Recobrar la vida  desde la experiencia estética implica una nueva forma de conocer que renuncia  al espacio mecanizado y al tiempo distributivo. Conocimiento que desembarazado  y limpio de cualquier consistencia o propiedad, sea incapaz de ir más allá de  lo que esta-siendo-ahora. Esto no significa desprenderse de nuestro orden  social y todo aquello aparejado con él, no se trata de un anarquismo  experiencial. Lo que intento poner de  manifiesto es cómo hemos   abandonado la vida y la realidad por ideas o razones que consideramos  superiores, y que no son más que una creación de ésta. La cuestión central de  esta crisis no se basa en aspectos económicos, políticos, sociales,  psicológicos o lingüísticos; sino que hay que ahondar un poco más en los  cimientos de nuestra civilización. 
      Ante la crisis  cultural la experiencia estética emerge como punto de partida, porque de esa  experiencia integra todos los seres humanos podemos ser partícipes: ya sea un  anciano huichol absorbido en la elaboración de un nierika, una mujer italiana  cocinando un calzonne, un cineasta coreano en los estudios de grabación o un  joven indígena australiano tocando su didgeridoo.  La experiencia estética intenta superar las  anomalías del pasado y lo hace partiendo de lo “normal”, “lo cotidiano”. Esto  es difícil de explicar porque parecer ser lo más sencillo de nuestras vidas, lo  aparentemente utilitario y mecanizado, pero quizás finalizando con las palabras  de Michaux se atisbe este  sentido:
Desearía desvelar lo normal, lo desconocido, lo insospechado, lo increíble, la enormidad normal. Lo anormal me lo ha dado a conocer. Lo que ocurre, la prodigiosa cantidad de operaciones que a lo largo de la hora más apacible llega a realizar el hombre más vulgar, sin apenas darse cuenta, sin prestarle la menor atención, como un trabajo rutinario que sólo le interesa por su rendimiento y no por sus mecanismos, sin embargo maravillosos, bastante más maravillosos que esas ideas de las que tanto se enorgullece, y a menudo tan mediocres, manidas e indignas de ese aparato fuera de lo corriente que las descubre y las maneja. Desearía desvelar los mecanismos complejos que hacen que el hombre sea, ante todo, un operador20.
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Gloria Luque Moya es estudiante de 5º de Filosofía en la Universidad de Málaga y becaria de colaboración en área de estética y teoría de las artes con la profesora Rosa Fernández. Ha realizado este trabajo bajo la tutoría de Juan José Padial Benticuaga, profesor del departamento de filosofía de la Universidad de Málaga.
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Proceso de  selección del trabajo: 
    Recibido: 15 de abril de 2009
    Aceptado: 15 de abril de 2009
    Informado: - 
c. Claridades.
Revista de filosofía
ISSN: 1989-3787