Resumen:  El artículo que presenta Antonio Gómez Villar se basa en un trabajo previo, más amplio y con una estructura y contenido diferentes, preparado para la asignatura de “Ética civil”. Su publicación es, por tanto, independiente del cometido y de la programación de la asignatura. Este nuevo trabajo plantea de un modo razonable algunas de las cuestiones centrales para analizar el papel público de la religión en una democracia.

 

Doctor-tutor del trabajo, José María Rosales

prof. del departamento de filosofía de la Universidad de Málaga

 

Sumary: The article that Antonio Gómez Villar presents is based on a previous work, broader and with a different structure and content, prepared for the subject “Civil Ethics”. Its publication is therefore independent of the task and the planning of the syllabus. This new work raises in a reasonable way some of the central issues in order to analyze the public roll of Religion in Democracy.


Religion, democracy, liberal neutrality, republican neutrality.

 

 

 

 

 

 

I. ¿DÓNDE SITUAR LA RELIGIÓN EN DEMOCRACIA?

El giro hacia la utopía neoliberal de un mercado puro y perfecto, posibilitado por la política de desregulación financiera, se realiza a través de la acción destructora de todas las medidas políticas tendentes a poner en cuestión todas las estructuras colectivas capaces  de obstaculizar la lógica del mercado puro: nación, cuyo margen de maniobra no deja de disminuir; grupos de trabajo con, por ejemplo, la individualización de los salarios; la atomización de los trabajadores, sindicatos, asociaciones, cooperativas; incluso familia, que, a través de la constitución de mercados por “clases de edad”, pierde una parte de su control sobre el consumo.


De este modo se instaura el reino absoluto de la flexibilidad, a través de la individualización de la relación salarial: fijación de objetivos individuales; entrevistas individuales de evaluación; evaluación permanente; subidas individualizadas o concesión de primas en función de la competencia y el mérito individuales, etc. Técnicas todas ellas de dominación racional que, mediante la imposición de la supervisión en el trabajo a destajo, se concitan para debilitar o abolir las referencias y las solidaridades colectivas. “Si abaratan el despido podemos crear millones de puestos de asustados”, escribió el Roto en una viñeta.


El fundamento último de todo este orden económico, situado bajo el signo de la libertad, es la violencia estructural del paro, de la precariedad y de la amenaza de despido que implica: la condición del funcionamiento “armonioso” del modelo microeconómico individualista en un fenómeno de masas, la existencia de los parados.


Dentro de esta destrucción de lo colectivo también tiene lugar la destrucción de eso que se llama ‘la identidad’. Y me voy a centrar en unos de los habituales “marcadores” de identidad cultural: la religión.
Esto surge por entender a los inmigrantes (que también es un colectivo) como mera mano de obra. La inmigración sólo se entiende si viene encadenada al trabajo; el trabajo es su razón de ser, lo que la legítima. Así, la inmigración no es otra cosa que un instrumento al servicio del trabajo y al servicio de la economía. Un inmigrante es un dato de la economía y no tiene otra función que no sea la económica. Convertirlo en un problema meramente económico es despolitizarlo, cuando emigrar es un acto fundamentalmente político, y mucho más cuando la emigración hunde sus raíces en el proceso de colonización.


La elección de analizar dónde situar la religión en democracia responde a la pretensión de analizar uno de esos marcadores que puede resultar especialmente significativo. Lo que quiero analizar es si de la misma manera que hablamos de Estado laico se puede hablar de sociedad laica y si esa exigencia al Estado (normativa) se puede hacer a los ciudadanos cuando hacen uso de la razón pública en el espacio público. Y para ello intentaré responder, como digo, a la pregunta dónde se sitúa la religión en democracia, una cuestión especialmente relevante para la ética civil.


En lo que sigue trataré de argumentar que la laicidad es un concepto que se aplica al Estado, no a sus ciudadanos; laica no es la sociedad, sino el Estado. Aquélla es plural, éste debe ser estructuralmente laico. No es lo mismo un ‘Estado laico’ que una ‘sociedad laica’: lo primero es un ideal normativo para todo el régimen democrático, lo segundo es una dificultad lógica de la que no se puede salir: la sociedad no es laica ni religiosa, es plural. Por tanto, no debemos confundir lo normativo con lo social. Mi propuesta es que distingamos claramente entre la institución y los institucionalizados.


Mi planteamiento parte de una crítica a la neutralidad liberal, a aquel tipo de liberalismo que propugna la intervención de los ciudadanos abstraídos de sus creencias religiosas, es el modelo “vida pública vacía de religión”, por hablar en los términos de Carlos Pereda, quien distingue en su artículo entre “vida pública vacía” y “vida pública llena”1. Pero las personas no pueden prescindir y separar con toda naturalidad sus motivaciones de sus actuaciones.


La expresión de las opiniones y las manifestaciones de tipo religioso han de ser permitidas, tanto a los individuos como a los grupos, en la medida en que éstas no entren en conflicto con la ley. Se les debe permitir no porque sean religiosas, sino porque son individuales o sociales. La única razón para condenar dichas manifestaciones sería, en su caso, que fueran contra la ley2.


Dentro de la sociedad civil es donde actúa con toda naturalidad la religión, tanto en lo que tiene de grupo organizado –iglesia- como en sus manifestaciones privadas –la experiencia personal de lo trascendente- o expresiones sociales –ritos-. Es pertinente la prohibición de símbolos religiosos en la escuela en tanto que institución pública, pero no se puede prohibir a los ciudadanos que hagan ostensión de símbolos religiosos, es decir, a aquellos que se incorporan al espacio público. La prohibición de símbolos religiosos a los ciudadanos en la escuela sólo se puede justificar con una política pública que toma partido por una determinada concepción del bien y que, por tanto, vulnera el principio de neutralidad liberal. La neutralidad es una exigencia a la institución no a los individuos que se incorporan al espacio público. He aquí, entiendo, una contradicción liberal.


Los hay que piensan que la igualdad está amenazada por el pluralismo, pero ello no es así. El problema radica en no entender dicho pluralismo más allá de una reducción liberal. La cohesión y la igualdad no tienen que ser destruidas por discutir las condiciones para negociar la participación igualitaria en el espacio público desde la pluralidad. La igualdad es amenazada en tanto que la neutralidad liberal no toma en consideración las especificidades, sino que opta por la irrelevancia pública de las diferencias culturales. El espacio público, entendido como ideal normativo es el lugar donde se hace uso de la razón pública. Pero también es el sitio donde tienen lugar distintas visiones del mundo que están aprendiendo a estar unas juntas a otras. No se nos puede pedir que seamos ciudadanos “a pesar de” lo que somos, tenemos que poder ser ciudadanos por lo que somos.


Habermas apunta que la justificación de los posicionamientos políticos de los ciudadanos con independencia de sus convicciones religiosas sólo se puede dirigir a los políticos porque están sujetos dentro de las instituciones estatales a la obligación de neutralidad3. Sólo en el ámbito político institucional estricto, donde se elaboran las reglas constitucionales y legales y se establecen los principios de justicia, están obligados  a abstenerse de univocarlas y sometidos a la obligación de hacer uso de una razón pública común desprovista de contaminaciones religiosas expresas4.


Sin duda, en lo que al ejercicio de la razón pública se refiere, no es lo mismo presentar una propuesta política concreta aduciendo como razón fundamental que “Dios así lo quiere”, que hacerlo apelando a una razón antropológica común. El ciudadano no religioso habrá de admitir que la razón religiosa es también una forma de razón y tiene valor en tanto que la razón religiosa dota de sentido al mundo para muchos ciudadanos. Exigir que olvide sus verdades de origen sería como exigirle que no sea religioso. Esto supone aceptar la tolerancia entendida en sentido fuerte: respeto a las opiniones del otro porque se acepta su autonomía moral, no por diferencia o por evitar el conflicto violento5. También exige dar razones al otro. El ciudadano religioso tendría que traducir sus verdades en argumentos razonables.


Sea como fuere, es fundamental tener en cuenta, tanto en el Estado como en la sociedad, y  fundamental para la traducción de las verdades religiosas en argumentos razonables que apuntaba antes, la distinción entre principios religiosos y principios éticos. La ética delibera racionalmente sobre la libertad humana sin atenerse a ninguna revelación, la ética es racional y laica en sí misma. Los principios religiosos, en cambio, se vinculan a una moral natural, inalterable. La ética, por su parte, en la razón humana. La ética habrá de poner entre paréntesis las doctrinas religiosas, pues éstas sólo son válidas para los creyentes. Los principios religiosos de un grupo no se pueden convertir en leyes civiles de todos. “Puede haber sustancia ética de valor general en ciertos planteamientos eclesiales, pero no en cuanto tratan de prevalecer sobre la legislación laica por obra de su autoridad sobrenatural revelada”6, escribe Fernando Savater.Se trata, pues, de hacer compatible la subjetividad y la universalidad de la razón, la autonomía personal y la universalidad moral.”7, añadirá Juan José Tamayo.


Frente a la neutralidad liberal propongo la libertad republicana, aceptando con Pettit que la esencia del republicano reside más bien en el ideal de la libertad como no dominación8. Ésta supone un abandono de la concepción neutral (entendida ésta al modo liberal). Para Pettit una persona es libre si no está dominada, esto es, si nadie tiene la capacidad o el poder de interferir arbitrariamente en sus decisiones y en sus acciones. El concepto republicano de libertad, a diferencia del liberal, es disposicional: no se trata de que nadie interfiera de hecho en mis acciones y decisiones sino de que nadie esté en disposición siquiera de intervenir arbitrariamente. Tal como señala Pettit, la libertad como no dominación nos exige reducir la posibilidad de interferencia arbitraria a la que la persona está expuesta.
Ahora bien, comparto con Fernando Aguiar que la interpretación que Pettit ofrece de la relación entre libertad republicana y neutralidad liberal no resulta convincente9. Pettit dice que el republicanismo (entendiendo siempre por éste la libertad como no dominación) defenderá la neutralidad de la justificación, negándose a sostener sus políticas sobre la base de concepciones generales del bien. Si esto es así, entonces la ausencia de dominación no tiene que ser considerada un bien para todo el mundo. Si una religión determinada establece el sometimiento de la mujer al hombre, entonces ese sometimiento sería moralmente correcto, no existiría razón alguna para que la mujer acepte liberarse de esa dominación patriarcal. No se podría considerar arbitraria la interferencia del hombre en las decisiones de la mujer. Entonces, como apunta Fernando Aguiar, “el republicano quizás se vea tentado, como Pettit, a recurrir a la neutralidad como postulado que garantice la ausencia de dominación, al menos en el ámbito público: querrá el republicano que se dejen fuera del ámbito público las creencias controvertidas. Pero de esa forma lo que se asegura en realidad es el uso neutral del espacio público, que no implica por sí solo la ausencia de dominación. Es decir, la neutralidad no supone ausencia de dominación.”. Y, en efecto, si, por ejemplo, la mayoría de cargos públicos de una determinada administración son hombres, ello constituye un síntoma de dominación. No ocurre porque nadie lo impida de hecho, nadie está violando la  libertad negativa10, sino que existe una vieja relación de dominación. Desde el punto de vista de a neutralidad liberal no se entenderá la existencia de un ministerio de igualdad mientras exista el de justicia.


A diferencia de lo que plantea Pettit, Fernando Aguiar señala que “para el republicanismo la libertad debe ser la condición de posibilidad de la neutralidad y, por tanto, del pluralismo. Por eso al republicanismo no debe bastarle con que se asegure un uso neutral de espacio público sino que habrá de procurar la existencia del mayor número posibles de ámbitos libres de dominación, tanto públicos como privados. Se trataría de ámbitos neutrales, en la medida en que en ellos deberían sentirse integrados individuos y grupos de los más diversos. La neutralidad concebida como resultado de la libertad republicana, y no como requisito de la misma, es diferente de la estricta neutralidad de la justificación del liberalismo político”.

 

II. A MODO DE CONCLUSIÓN

Sobre el lugar que debe ocupar la religión en la sociedad democrática, hay que decir que si exigimos al ciudadano religioso que se abstraiga de sus creencias religiosas en su intervención en tanto que ciudadano, le estamos pidiendo un esfuerzo adaptativo superior que al ciudadano no metafísico. ¿Es aceptable exigir al ciudadano religioso que, cuando participa en la esfera pública democrática renuncie a su verdad o la ponga entre paréntesis? Esa es la solución tentativa desde la neutralidad al modo liberal.
Es preciso integrar al individuo por el reconocimiento público de su identidad diferenciada, desde el punto de vista del género, de la sexualidad, de la raza, de sus creencias religiosas o de su dimensión cultural. Se hacen necesarias, pues, medidas que reconozcan el carácter pluricultural de la esfera pública y permitir la participación de los ciudadanos desde su propia diferencia.


Por ello, la neutralidad republicana propuesta (con la crítica realizada por Fernando Aguiar a Pettit) es más abierta que la liberal, pues no exige que se deje toda concepción religiosa fuera del debate público si pasa el filtro de la no dominación. Una vez superado ese filtro todo es debatible y se puede tratar de convencer razonablemente de que una concepción del bien es mejor que otra sin que ello suponga interferencia arbitraria.

 

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1. Carlos Pereda, “El laicismo ‘también’ como actitud”, Claves de Razón Práctica, 161 (abril 2006), p. 37.       

2.Carmen López Alondo, “Religión y Estado”, Claves de razón práctica, 160 (marzo 2006), p. 56.             
3.Jürgen Habermas, Entre naturalismo y religión, Pere Fabra, tr., Barcelona: Paidós, 2006. Esto lo aborda Habermas en la segunda parte del libro: “Pluralismo religioso y solidaridad ciudadana”.
4.Javier Otaola, “Anticlericalismo y laicidad”, Claves de Razón Práctica, 117 (noviembre 2001) p. 62.
5.Pedro Cerezo, “Tolerancia”, en Cerezo, Pedro, ed., Democracia y virtudes. Madrid: Biblioteca Nueva, 2005.                                         
6.Fernando Savater, “Tres actitudes morales”, El País, 18 de noviembre de 2004, p. 13.
7.Juan José Tamayo, Desde la heterodoxia: reflexiones sobre laicismo, política y religión. Madrid: Laberinto, 2006.                                                            
8.Philip Pettit,, Republicanismo, Toni Doménech, tr., Barcelona: Paidós, 1999.
9.Fernando Aguiar, “El velo y el crucifijo”, Claves de Razón Práctica, 144 (julio/agosto 2004), pp. 36-43.                  
10.Isaiah Berlin,, Dos conceptos de libertad y otros escritos, Ángel Rivero Rodríguez, tr., Madrid: Alianza Editorial, 2001.

 

 

 

Antonio Gómez Villar es estudiante de filosofía en la Universidad de Málaga y ha realizado el siguiente trabajo bajo la tutela del Dr. José María Rosales Jaime, profesor titular del departamento de filosofía de la Universidad de Málaga.

 

 

 

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Dirección electrónica:

antofleki@hotmail.com

 

 

 

 

Proceso de selección del trabajo:
Recibido: 23 de marzo de 2009
Revisado: 23 de marzo de 2009
(2ª revisión: 25 de marzo de 2009)
Informado: 12 de abril de 2009
Aceptado: 12 de abril de 2009

 

 

 

 

 

 

c. Claridades.

Revista de filosofía

ISSN: 1989-3787