Resumen: transcripción de la ponencia del prof. Dr. Antonio Diéguez Lucena pronunciada el 17 de abril de 2009 en el I Simposio Jóvenes Filósofos de Málaga celebrado en el Ayto. de Alhaurín de la Torre. En este trabajo el prof. Dr. Antonio Diéguez plantea algunas cuestiones para un diálogo sobre la crisis partiendo del libro de Gregory Clark, A Farewell to Alms, y del caso finlandés.
Claridades. Revista de filosofía
Sumary: transcription of the paper of prof. Ph.D. Antonio Diéguez Lucena pronounced April 17, 2009 in the I Young Philosophers of Málaga Symposium celebrated at Alhaurín de la Torre Town Hall. In this work, prof. Ph.D. Antonio Diéguez raises some issues for a dialogue about the crisis starting out of the book by Gregory Clark, A Farewell to Alms, and the Finnish case.
A Farewell to  Alms,  caso finlandés, trampa malthusiana, educación, tecnología
        A Farewell to Alms, Finnisch case, Malthusian catastrophe, education, technology 
Teniendo en cuenta que quizá se encuentren entre el público personas del pueblo, que se han podido acercar a oír lo que durante este simposio va a decirse sobre la crisis, para conocer la situación económica actual, quizás incluso a la espera de posibles soluciones, y porque no es improbable que haya algunos que puedan estar sufriéndolo dicha crisis de forma personal, me pregunto si no sería un poco frívolo por mi parte limitarme a hacer aquí disquisiciones metafísicas (o de filosofía de la ciencia), cuando lo que se está viviendo por parte de esas personas son dramas personales muy duros ¿No tendría la obligación de decir al menos mi opinión personal sobre el tema que se va a tratar? Lo que me decidió finalmente a hacer esto, a dar una opinión personal sobre el tema del simposio y no a hablar del concepto de crisis en la ciencia como fue mi intención inicial, fue un artículo impactante de Arturo Pérez-Reverte que se publicó el 5 de abril en la revista XL Semanal, titulado “900 euros al mes”. No lo voy a leer entero, pero sí buena parte, porque merece la pena. Dice así:
      “Así que voy a  proporcionarles hoy, para facilitar un poquito el desvelo, el retrato robot de  uno de esos jóvenes por los que cada día, en los ministerios correspondientes,  se rompen abnegadamente los cuernos. Puede valer como ejemplo una de las cartas  que me llegaron esta semana: la de una chica de 28 años que trabaja en una  tienda de Reus cobrando 900 euros al mes. Con novio desde hace dos años. Un  chaval noblote y atento, pero con quien no puede irse a vivir, como quisiera, entre  otras razones, porque él lleva ya seis meses en el paro; y ella, por su parte,  carga en su casa con todo el peso de la economía familiar. 
      “Porque esa es  otra. Con la chica viven su padre y su madre. Ésta, enferma de epilepsia,  después de trabajar quince años sin que le dieran de alta en la Seguridad Social,  no tiene trabajo, ni ayuda, ni pensión: y los setenta euros que se gasta cada  mes en medicinas –un hachazo para la economía familiar– tiene que dárselos su  hija. Había en casa una cuarta persona, según la hija, estudiante, que  trabajaba cuando podía hasta que también se quedó sin empleo y tuvo que irse a  vivir a casa de su novio, con la familia de éste, porque en su casa una  estudiante era una boca más y no había modo de mantenerla. 
      “En cuanto al  padre, nos vale también como retrato robot del español medio. Echado a la calle  de la empresa donde estuvo veinticinco años trabajando, perdió el juicio, como  cada vez, o casi, que un trabajador se enfrenta en solitario a una multinacional.  Después tuvo que pagar las costas procesales y la minuta del abogado, y ni siquiera  pudo cobrar el finiquito. Ruina Total. Tuvo que dejar el piso que ya estaba  casi pagado, malvender el camión con el que trabajaba, liquidar letras e irse a  vivir a un sitio más modesto, pagando 900 euros mensuales de hipoteca más  gastos de comunidad. Al cabo de un tiempo de estar en el paro consiguió  temporalmente un trabajo de seis días a la semana llevando un tráiler al  extranjero por 1600 euros mensuales que, descontando seguros, hipoteca, comida,  teléfono e impuestos no alcanzaban a pagar la luz, el agua y el gas. Pero ese  dinero lo dejó de cobrar al quedarse de nuevo en paro por la crisis –ésa que no  iba a existir, y que ahora sólo durará, afirman, un par de telediarios–. Y  resulta, para resumir, que un hombre que ha trabajado toda su vida, desde los  catorce años, se encuentra con que a los cincuenta y tres con que el mes que  viene no puede pagar la hipoteca de la humilde vivienda donde se refugió tras  perder el primer trabajo y la otra. Porque no tiene los cochinos 900 euros cada  mes. Porque resulta que el único dinero que entra en casa es el que gana su  hija: la joven cuyo futuro maravilloso planean con tanto esmero y eficacia la  ministra de Educación y el de Economía y el resto de la peña. Y esa chica, con  el sueldo miserable que percibe por trabajar ocho horas diarias seis días a la  semana, con la casa familiar puesta a su nombre –el padre comido de embargos no  pudo ponerla al suyo–, tiene ahora la angustia añadida de que, con los tiempos  que vienen, o están aquí, en la tienda entra menos gente, y cualquier día  pueden cerrarla y ponerla a ella en la calle. Y mientras, mantiene a su padre y  a su madre, paga la luz, el agua, el gas y el teléfono, compra comida y lleva  un año sin permitirse un libro o una revista, ni ir a un museo, ni ir al cine,  ni salir con su novio un sábado por la noche. Porque no puede. Porque no tiene  con qué pagarse, a los veintiocho años, con una carrera hecha, trabajando desde  hace cuatro, una puta cerveza. Así que ya ven, barrunto que la ministra de  Educación y el de Economía, y la ilustre madre que los parió no hablan de los  mismos jóvenes. Ni de la misma España”. 
      Efectivamente, si  esto está pasando, y yo puedo dar fe de que está pasando porque conozco casos  parecidos, creo que tenemos la obligación de tomar en serio la pregunta que  aquí nos ha reunido: ¿Por qué estamos en crisis? ¿Qué se puede hacer para salir  de ella lo antes posible? Pero cómo atreverme a hacerlo si yo no soy economista,  y mis conocimientos de economía son bastante elementales. No soy economista, en  efecto, pero sí que soy lector inquieto. Me gustaría hoy comentar brevemente y  hacer alguna apreciación personal al hilo de la lectura de un libro, que es uno  de los que más me ha impresionado, vamos a decir para no exagerar, en los  últimos meses. Es un libro que todavía, por lo que yo sé, no está traducido al  español, lo cual es una lástima porque ya tiene dos años al menos y, dado su  interés y su calidad, deberían tomarse interés en verterlo a nuestro idioma. Es  un libro de un historiador de la economía que trabaja en la Universidad de  California en Davis, llamado Gregory Clark. El título del libro es A Farewell to Alms, adiós a las limosnas  (no sé cómo lo traducirán finalmente al español porque ya sabéis que esas cosas  cambian mucho según el criterio de los editores)1.
      Clark, en este  libro, plantea una cuestión que creo que es muy relevante para el asunto que  nos ocupa. Para poder estar en crisis, como estamos ahora en una crisis grave,  antes hay que haber disfrutado de una situación boyante, hay que haber tenido  una buena situación económica; pero eso realmente es una situación excepcional  en la historia de la humanidad. Si trazamos un gráfico de cómo ha sido el nivel  de ingresos por persona a lo largo de la historia, el resultado es bastante  significativo, tal y como se puede observar en la figura del comienzo del libro  de Clark. 
      El gráfico que muestra  Clark empieza en el año 1000 a. C. Alguien podría preguntarse cómo se sabe el  nivel de ingresos que podía tener una persona en aquél momento. Pues bien, no  me preguntéis cómo, pero los historiadores de la economía han podido reconstruir  de manera más o menos razonable, el nivel de ingresos en términos de valor  actual desde el neolítico prácticamente. La curva es casi plana, con pequeños  altibajos, hasta aproximadamente el año 1800; y en 1800, con la consolidación  de la Revolución Industrial iniciada décadas antes, la curva de ingresos muestra  un despegue exponencial que llega hasta nuestros días. Dicho de otra manera,  con raras excepciones, como por ejemplo los años posteriores a la peste negra,  que fueron años de bonanza económica porque quitaron de en medio a la tercera  parte de la población europea, la humanidad ha vivido siempre en una situación  de miseria, en un mero nivel de subsistencia. Ha vivido en lo que Clark llama  una “trampa malthusiana”, en honor del economista inglés del siglo XIX Robert  Malthus, que fue quien por primera vez dio forma a esta idea. ¿En qué consiste  una trampa malthusiana? Consiste en el hecho de que cuando una población que vive al límite de la subsistencia  genera riqueza y dispone de más recursos, hay más individuos que sobreviven, se  tiene más descendencia y esta descendencia sobrevive en una proporción mayor,  como resultado la población crece y termina consumiendo las riquezas que ha  producido, volviendo de nuevo a caer en una situación de penuria.
      Según Clark, esto  es lo que continúa pasando actualmente en muchos países africanos: siguen atrapados  en la trampa maltusiana. Cualquier riqueza que allí se genera, con la  consiguiente elevación momentánea del nivel de vida, que se traduce en una  mayor esperanza de vida, es consumida en poco tiempo por con el aumento de la  población al que ello conduce...
      ¿Qué es lo que  hizo que en Inglaterra, en 1800, por primera vez en la historia de la  humanidad, se consiguiera escapar de la trampa malthusiana? Y es aquí donde  quería llegar. Según Clark, fue fundamentalmente una cuestión de cambio de  valores. No voy a entrar en el mecanismo darwiniano que él utiliza para  explicar la difusión de estos valores en la población. El libro es polémico, y  no pretendo que sea una verdad definitiva ni mucho menos, pero es interesante y  bien documentado. Introduce una explicación darwinista muy curiosa, que seguro  que generará una gran cantidad de discusiones, de cómo se produjo esto. Lo que  ahora nos interesa es que, sea como sea, una serie de valores que no eran  valores comunes, por ejemplo, en la Edad Media, fueron difundiéndose a lo largo  de los siglos en la población inglesa. Él menciona en concreto los siguientes:  la paciencia, el trabajo duro, el ingenio, la innovación y la educación. Esos  valores consiguieron que Inglaterra pudiera escapar durante la Revolución  Industrial de la trampa malthusiana y posteriormente otros países. Y eso es lo  que ha permitido el nivel de vida que hemos disfrutado en Occidente a lo largo  del siglo XX hasta ahora. Esos valores fueron los que sustentaron precisamente  la Revolución Industrial.
      ¿Por qué se  produce esto en Occidente y no en países de Oriente, como China o Japón, que  estaban aparentemente bien preparados para ello? Es una pregunta que los  economistas se han planteado muchas veces. Hay muchas respuestas, pero ninguna  de ellas convincente del todo. Clark dice, ya al final del libro, que lo que  marca una diferencia clara entre lo que ocurre en Occidente y lo que ocurre en  otras culturas es que en los países occidentales, donde se ha producido este  despegue, hay un uso eficiente de la tecnología. No simplemente el uso de la tecnología  –no poner ordenadores en cualquier parte y nada más–, sino un uso eficiente de la misma. Es decir, que  cuando la tecnología se utiliza en estos países, se hace con un bajo costo y con  una gran productividad. Dos países pueden estar usando la misma tecnología,  pero si uno la hace de forma eficiente y el otro no, será el primero el que  crezca económicamente y sobrepase al segundo. Hasta ahí el libro, y ahora mi  opinión personal. 
      ¿Se puede sacar  alguna lección a partir de este análisis para aplicar a la situación que  estamos viviendo? Ciertamente es difícil y arriesgado. Yo desde luego no tengo  ninguna solución para la crisis. Hasta ahí podríamos llegar. La desorientación,  además, es general. Lo que están haciendo los gobernantes mundiales es aplicar  viejas recetas que alguna vez en el pasado han dado algún resultado, pero nadie  está muy seguro de que vayan funcionar esta vez. Entre otras razones porque,  como bien dijo Fredy Franco en su comunicación, la economía no es una ciencia con  una gran capacidad predictiva. Con honrosas excepciones que hoy se resaltan en  los medios de comunicación, no ha sido capaz de predecir esta crisis en todas  sus dimensiones, y no cabe esperar por lo tanto que los economistas vayan a ser  capaces de decirnos cuál va a terminar siendo la salida (confiemos en que la  haya pronto). Quizás haya situaciones novedosas e inesperadas que sean las que  esta vez nos saquen del atolladero. Pero con respecto al caso español sí que  puedo decir algo, porque todos lo conocemos de cerca y podemos señalar sus  deficiencias. Evidentemente, si el libro de Clark tiene razón y lo que dicen  otros economistas es verdad, uno de los instrumentos más importantes,  posiblemente decisivo, para sacar a nuestro país del atraso relativo y de la  crisis en la que ahora se encuentra es la inversión en educación e innovación.  Si la innovación y la educación, entre otros valores, están en el origen de  nuestro crecimiento económico desde la Revolución Industrial, como argumenta Clark,  es razonable pensar que siguen siendo elementos indispensables para mantener el  desarrollo económico en la actualidad. Dicho de otra forma, lo que se suele  llamar inversión en I+D+i es uno de los aspectos centrales de la política  económica que conviene reforzar en la situación actual, aunque habría  obviamente que preparar bien su base en la educación primaria y secundaria. Un  país como el nuestro, con un sistema educativo que viene dando en los últimos  años unos resultados muy pobres, por decirlo de forma suave, de acuerdo con los  análisis internacionales, no puede aspirar a tener una mano de obra cualificada  y versátil que pueda aprovechar las oportunidades de recuperación económica que  surjan en los próximos años. Sin el pilar de la educación no podrá sustentarse  el edificio de la investigación. La generación de conocimiento, que ha sido el  factor principal del crecimiento económico desde la Revolución Industrial,  comienza por la calidad del sistema educativo en sus niveles básicos.  
      En el caso español,  por los datos que yo tengo, que considero fiables, cuando murió Franco  invertíamos el 0,4% del producto interior bruto en I+D. Felipe González lo  subió al 0,9%. Desde entonces no se ha hecho prácticamente nada. Seguimos en poco  más del 1%. Ni José María Aznar ni José Luis Rodríguez Zapatero han hecho gran  cosa para que España alcance el nivel en torno al 2% que tienen los países de  nuestro entorno. España sigue sin apostar por la investigación y el desarrollo  con la suficiente convicción. De hecho, en la actualidad es el país de la  Comunidad Europea que menos invierte en I+D, y sigue perdiendo puestos en el  ranking internacional. Supongo que muchos están esperando a que el ladrillo  vuelva a rescatar a esos cuatro millones de parados que ya tenemos. Pero claro,  si la solución va a ser de nuevo el ladrillo, ya sabemos lo que nos espera. Ya  hemos visto lo que hace el ladrillo con el medio ambiente y con la salud  democrática de los ayuntamientos, y cómo al estallar la burbuja que ha generado  ha dejado en la cuneta cantidades ingentes de trabajadores poco cualificados  que no tienen otra cosa que poder hacer. Conocemos perfectamente la debilidad  que tiene esa apuesta. ¿Estamos dispuestos en España a reorientar nuestra  economía y a apostar de una vez seriamente por la inversión en I+D y por la  calidad educativa? ¿Qué fue si no lo que hizo que Corea se convirtiera en un  país desarrollado, o Japón en una potencia económica? 
      Para reforzar lo  dicho, voy a citar un caso que conozco bien por razones familiares: el caso  finlandés. Un caso que ha estudiado en detalle el sociólogo de la Universidad  de California, aunque de origen español, Manuel Castells. Es coautor, junto con  el joven y brillante filósofo de la tecnología Pekka Himanen, de un libro que  puede ser útil en nuestras circunstancias sobre el llamado ‘milagro finlandés’2. Finlandia tiene unos cinco millones de habitantes. Tres menos que Andalucía.  Cuando cae la Unión Soviética en 1991, la economía finlandesa se hunde: dependía  de un petróleo barato vendido por la Unión Soviética y de la venta de madera al  mercado soviético. De pronto deja de tener energía barata y deja de tener un mercado  amplio al que dirigirse. El paro llegó a los límites que tenía Cádiz durante la  crisis de los 90, es decir, algo más del 20%. Un desastre que no auguraba nada  bueno. 
      A los diez años de  aquello Finlandia se había convertido en una de las economías punteras en  Europa, con un paro prácticamente inexistente. Tiene actualmente el mejor  sistema educativo de la OCDE, tal como reconocen todos los baremos respetables,  y finlandesa es una empresa como NOKIA, una de las grandes empresas  multinacionales de la alta tecnología (Finlandia es uno de los países más  tecnologizados del mundo y su inversión en I+D está cerca del 3,5%). Eso lo  hicieron cinco millones de personas con una crisis que para ellos en aquél  momento fue peor que la que tenemos aquí. Luego, si este modelo nos vale, y no  veo razones serias para pensar que no, lo que nos hace falta son buenos  gestores, políticos inteligentes y con ánimo de hacer cosas por el país, que  entiendan lo que entendieron los finlandeses y que es lo que subraya la  conclusión del libro de Clark: lo que marca la diferencia en el crecimiento  económico de los distintos países es el uso eficiente de la tecnología, y ello  requiere un esfuerzo continuado y paciente para desarrollar un sistema  educativo de calidad y para hacer que la investigación sea uno de los motores  económicos del país, algo que ciertamente no podrá conseguirse de la noche a la  mañana, ni tampoco sin un pacto entre los principales partidos políticos. No lo  tenemos, por tanto, nada fácil. Manuel Chaves, aconsejado entre otros por el  propio Castells, fue en algún momento, en el 2002, creo, a Finlandia a estudiar  el asunto; cuando volvió, dijo que el secreto del milagro finlandés estaba en  que allí había una oposición responsable... 
      Quisiera ahora, para no ocupar más tiempo con mi  intervención, dejar en el aire una pregunta que quizás podamos discutir  después, en el turno de debate: ¿Cabe la posibilidad de que esta crisis no sea  sino un anuncio de crisis todavía mayores que van a venir en el futuro? No  quiero ser pesimista, pero aquí se ha mencionado antes los problemas de la  escasez y el agotamiento de los recursos, la superpoblación y otros factores  preocupantes que muestran los límites de nuestro modelo económico actual. No es  insensato pensar que esto puede haber sido el primer aviso de cosas más graves.
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Antonio Diéguez Lucena es Doctor en Filosofía y Profesor Titular de Lógica y Filosofía de la Ciencia en el Departamento de Filosofía de la Universidad de Málaga.
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Líneas de  investigación: realismo científico, epistemología evolucionista, filosofía de  la tecnología
Publicaciones  recientes:
    “Todavía algo más de  darwinismo”, Paradigma, 1 (2008) pp.  17-19
    “¿Es la vida un  género natural? Dificultades para lograr una definición del concepto de vida”, Artefactos, 1 (2008) pp. 81-100
    “¿Usó Nietzsche el  peor argumento del mundo? Una indagación sobre las bases evolucionistas del  antirrealismo nietzscheano”, Estudios  Nietzsche, 8 (2008) pp. 65-90 
  
Dirección electrónica: dieguez@uma.es
proceso de selección del trabajo:
    solicitado: 1 de enero de 2009
    revisado: 23 de abril de 2009
    aceptado: 23 de abril de 2009
c. Claridades.
Revista de filosofía
ISSN: 1989-3787